Para los nuevos políticos ilustrados de la época borbonica, la minoría gitana suponía una amenaza para la estabilidad social.
Durante siglos se habían dictado pragmáticas contra los miembros de esta etnia, de incierta procedencia, pero no serían ni por asomo tan duras como las adoptadas avanzado ya el siglo XVIII.
Las medidas llevadas a cabo por los Reyes Católicos, ratificadas de nuevo en el reinado de Carlos V, pretendían, aunque sin lograrlo, expulsar del reino a todos los gitanos errantes, sin oficio conocido.
Los que tuvieran entre 20 y 50 años serían enviados a galeras por un periodo de seis años; tiempo después Felipe II prohibió también la venta ambulante a menos que un escribano certificara que el gitano en cuestión era vecino del pueblo y su lugar de origen.
En 1611, una ordenanza real declaraba que únicamente podrían dedicarse a los oficios de labranza y cultivo de la tierra. Una normativa de 1717, les obligaba a fijar su residencia en un número reducido de poblaciones, mientras que en 1745 y tras varias ordenanzas de reasentamiento, los gitanos que continuaban con sus tradiciones y costumbres debían regresar a los pueblos que se les había señalado en un plazo de 15 días; de no hacerlo, serían considerados "bandidos públicos".
Pero sería apenas cuatro años despues, en 1749, bajo el reinado de Fernando VI, cuando los gitanos habrían de sufrir la persecución y represión más brutal en nuestro país. A aquella operación se la conocio como la "Gran Redada" o "Prisión General de Gitanos" y fue una persecución orquestada por el Marques de la Ensenada y autorizada por el rey que se llevó a cabo en el más absoluto secreto, con la intención de valerse del elemento sorpresa para coger desprevenidos a los miembros de esta etnia; se inició de forma sincronizada el 30 de agosto de aquel año y el objetivo inmediato era arrestar a todos los gitanos del reino. La intención final puede que fuera incluso su exterminio.
La Secretaria de Guerra envió instrucciones a cada ciudad que fueron entregadas al corregidor correspondiente por un oficial del ejercito, instrucciones que debían ser leídas un día determinado de forma simultanea por ambas personas, corregidor y oficial, y que fueron enviadas también a los obispos de cada diócesis sobre como debían actuar. Después, las ordenes se remitieron a los capitanes generales de las ciudades que reclutaron las tropas de debían hacerse cargo del arresto.
Se cortaron calles y se cerraron incluso las puertas de algunas ciudades -como fue el caso de Málaga- para evitar su huida. A continuación, se comprobaron los datos de los detenidos con los censos de cada ciudad y se les interrogó con la intención de que declarasen el paradero de los fugitivos, la mayoría no se resistió pero los que lo hicieron corrieron peor suerte -fusilamientos-.
Una vez detenidos, fueron divididos en dos grupos: los menores de siete años y las mujeres en uno, y el resto en otro. Las primeras ingresarían en fabricas y los segundos (hablamos de niños de 8 años en adelante) fueron destinados a realizar trabajos forzados en la Marina de Guerra. Aunque en un principio la operación fue un éxito, el traslado y el alojamiento fueron un caos en el que los prisioneros vivían hacinados, muchos de ellos inmovilizados con grilletes.
Los arsenales elegidos fueron los de Cartagena, La Coruña y Ferrol, y más tarde las minas de Almadén, Cádiz y Alicante y algunas penitenciarías del norte de África. Para las mujeres y los niños se escogieron las provincias de Málaga, Valencia y Zaragoza. Las mujeres tejerían, y los niños trabajarían en las fábricas, mientras los hombres trabajarían en los arsenales, necesitados de una intensa reforma para posibilitar la modernización de la flota española, toda vez que las galeras habían sido abolidas en 1748. La separación de las familias (con el evidente objetivo de impedir nuevos nacimientos) fue uno de los rasgos más crueles de la persecución.
El traslado sería inmediato, y no se detendría hasta llegar al destino, quedando todo enfermo bajo vigilancia militar mientras se recuperaba, para así no retrasar al grupo. La operación se financiaría con los bienes de los detenidos, que serían inmediatamente confiscados y subastados para pagar la manutención durante el traslado, el alquiler de carretas y barcos para el viaje y cualquier otro gasto que se produjera. Las instrucciones, muy puntillosas en ese sentido, establecían que —de no bastar ese dinero— el propio Rey correría con los gastos.
Al parecer fueron detenidos entre 9000 y 12000 gitanos, según las fuentes, La meticulosa organización de los arrestos contrasta con la imprevisión y el caos en que se convirtió el traslado y el alojamiento, sobre todo en las etapas intermedias de los viajes. Se reunió a los gitanos en castillos y alcazabas, e incluso se vaciaron y cercaron barrios de algunas ciudades para alojar a los deportados (por ejemplo, en Málaga). Ya en su destino, las condiciones de hacinamiento resultaron ser especialmente terribles, pues por lo general incluían el uso de grilletes.
Según la documentación conservada, la actitud de los no gitanos fue variable. Desde la colaboración y la denuncia hasta la petición de misericordia al Rey por parte de ciudadanos «respetables» (en el caso de Sevilla), lo que es una muestra del variado grado de integración que tenía la población gitana de entonces.
El 7 de septiembre de 1749, ya muy avanzada la operación, tiene lugar una reunión del Marqués de la Ensenada con sus consejeros, en la que el Marqués declara:
"Falta lo principal, que es darles destino con que se impidan tantos daños y extinga si es posible esta generación."
leitos que desbaratarán parte del plan.En la reunión se baraja la deportación final a América, su dispersión por los presidios o su empleo en las obras públicas. Pese a esto, sin embargo, pronto lloverán los recursos y
El personal militar encargado de custodiar a los arrestados apremió tales procedimientos, pues en realidad los gitanos detenidos creaban quebraderos de cabeza a sus carceleros y apenas servían para los trabajos de los arsenales. Esto permitió la paulatina liberación de muchos presos, si bien en un ambiente de caos (donde la similitud de apellidos y nombres dio lugar a diversas confusiones). A eso se sumó el hecho de que los liberados debían recuperar sus bienes ahora subastados, lo que convirtió el proceso en un problema juridico para muchas localidades. Por otro lado, la liberación de parte del contingente dividió a los gitanos en dos grupos: los «buenos» y los «malos». Se desconoce la proporción existente entre uno y otro tipo.
Aquellos que quedaban presos se resignaron o se resistieron, y hubo intentos de evasión. A los cuatro años de internamiento, muchos gitanos volvieron a reclamar libertad, amparándose en que esa era la pena para los vagabundos, normalmente sin obtener por ello la libertad. Se sabe que en 1754, cinco años después de la redada, había 470 mujeres sólo en Valencia y 281 hombres en Cartagena. Entre tanto, las liberaciones se acompañaban de nuevas detenciones.
Básicamente, el asunto se fue dilatando en Madrid, pese a las protestas de los militares que se quejaban del coste económico que suponía tener a su cargo a los prisioneros, o de los vecinos y corregidores. Desde la Corte se dieron instrucciones taxativas para que no se admitieran más recursos ni liberaciones. Pese a todo, algunos arsenales, por su cuenta, e irregularmente, pusieron en libertad a varios contingentes en 1762 y 1763. Estos sucesos, y el revuelo que causaría entre los mandos del ejército, provocaron el indulto final.
En 1763 se notificó a los gitanos, por orden del Rey (en este caso, Carlos III), que iban a ser puestos en libertad. Pero la compleja administración absolutista debía primero resolver el problema de su reubicación. Además, los consejeros del Rey decidieron que, junto al indulto, debería reformarse de nuevo toda la legislación sobre los gitanos. Esto supuso un atasco burocrático de dos años más, para desesperación de los gitanos presos (que no cesaron de reclamar la libertad) e inquietud de los militares, hasta tal punto que el Rey ordenó acelerar los trámites y dio órdenes de finalizar el asunto.
El 6 de julio de 1765, dieciséis años después de la redada, la secretaría de Marina emite orden de liberar a todos los presos, orden que hacia mediados de mes ya se habría cumplido en todo el reino. Se sabe, sin embargo, que todavía en 1783, treinta y cuatro años después de la redada, estaban siendo liberados algunos gitanos de Cádiz y Ferrol.
(refiriéndose a Fernando VI). Cuando en 1772 se sometió a deliberación una nueva legislación sobre gitanos, en el preámbulo se menciona la redada de 1749. Carlos III solicitará que sea retirada esa mención, pues
En tiempos de Carlos III las leyes contra el pueblo gitano, aunque rígidas, fueron menos duras, pero la mayoría de expertos coinciden en que tales persecuciones no sirvieron sino para separar aun más a esta comunidad de una sociedad cuyas normas y costumbres habían comenzado a asimilar.
FUENTE: HISTORIA DE IBERIA VIEJA; WIQUIPEDIA E "HISTORIA DEL PUEBLO GITANO".