San Valentín es el día más edulcorado del año. En Estados Unidos es antigua costumbre mandarse “valentines”, tarjetas de amor. Al Capone mandó un siniestro “valentine” a sus rivales...
Los policías entraron en el almacén de la SMC Cartage Company con malas maneras, exhibiendo sus metralletas Thompson, y el cuñado de Bugs Moran, capo de la Ribera Norte de Chicago, pensó que no les habrían pagado puntualmente sus sobornos.
El local era utilizado como garaje de los camiones que traían el licor de contrabando, y en ese momento, las 10.30 de la mañana del Día de San Valentín de 1929, había varios chóferes y mecánicos de la banda de Moran. Siete hombres en total, aunque uno no era de la banda, sino un joven óptico al que le gustaba codearse con gánsteres.
En los años 20 los gánsteres tenían un aura de seducción para muchos americanos. Buena parte de la opinión pública los veía no como criminales sino como alegres aventureros que desafiaban la injusta y absurda Ley Seca, trayendo el alcohol de contrabando que demandaba la sociedad. Ese día iba a cambiar tal percepción, pero no adelantemos los acontecimientos.
Calibre 45
Estaban esperando al jefe, a Bugs Moran, pero éste había llegado con retraso y, al ver el coche de la policía ante el almacén, se había dado la vuelta para evitar líos. No podía figurarse el lío que estaba evitando.
Los hombres de Moran eran bragados y llevaban artillería, pero a ninguno se le ocurrió enfrentarse a los policías. En Chicago a los policías no se les disparaba con bala, sino con dólares. Los agentes, tres de uniforme, dos de paisano, pusieron a los gánsteres de cara a la pared, como niños castigados en el colegio. Inesperadamente empezaron a tabletear las ametralladoras. Más de 400 balas de grueso calibre 45, que las Thompson disparaban a una velocidad de 800 por minuto, hicieron su implacable trabajo.
El único superviviente fue el perro del almacén, gracias a que estaba atado lejos. Fue el que dio el aviso, el que atrajo la atención de los vecinos con sus interminables aullidos. En Chicago llamaba más la atención el gimoteo de un perro que una ensalada de tiros.
“Sólo Capone mata de esta manera”, le dijo Bugs Moran a los periodistas que corrieron a su casa para conocer su reacción. Efectivamente, era Al Capone, el arquetipo de todos los gánsteres, quien había mandado a sus pistoleros al almacén de la Cartage Company que ese día de San Valentín saltó a la fama.
Los falsos policías, capitaneados por el peor asesino de la banda de Capone, que respondía al significativo apodo de Machine Gun (“Ametralladora”), buscaban en realidad a Moran. Desde hacía unos años era una constante: los pistoleros de Capone intentaban matar a Moran, los de Moran a Capone. Era lo que la prensa llamaba la Bootleg War (guerra del contrabando de alcohol), la lucha a muerte por controlar en exclusiva el negocio más rentable que había en América.
Era también una guerra étnica entre italianos e irlandeses. El gansterismo fue un fenómeno urbano nacido en los guetos de las grandes ciudades, donde se hacinaban los emigrantes de toda Europa que buscaban una oportunidad en el Nuevo Mundo. Las bandas de barrio que explotaban la prostitución local y mantenían miserables garitos de juego clandestino, encontraron de pronto en la Ley Seca su “sueño americano”, la posibilidad de hacerse inmensamente ricos.
Guerra étnica
Tenemos la idea tópica de que el mafioso norteamericano es italo- americano, como el Don Corleonede El Padrino, pero antes de que los italianos tomaran efectivamente el control del crimen organizado en Estados Unidos, tuvieron que luchar contra otros grupos. A principios del siglo XX había en Estados Unidos tres grandes comunidades de inmigrantes con una fuerte cohesión interna basada en una cultura, una lengua y una religión propias, que les permitía desafiar a la puritana sociedad WASP (White-Anglo-Saxon-Protestant: blanca, anglosajona y protestante). Eran las gentes venidas de Irlanda y de Italia, católicas, y los judíos, que no tenían un solo país de origen, pues procedían de todos los del Centro y Este de Europa, pero que formaban un grupo nacional con su propia religión y lengua, el yiddish.
De las tres comunidades salieron poderosos gánsteres. El capo neoyorquino Meyer Lansky o Bugsy Siegel, inventor de Las Vegas, eran judíos. O’Banion y su sucesor al mando de la Ribera Norte de Chicago, Bugs Moran, eran irlandeses. Al Capone, italiano.
Capone había nacido en Brooklyn de padres recién llegados de Nápoles, y había pertenecido a bandas juveniles antes de convertirse en matón de taberna y asesino a sueldo. En una pelea tabernaria se ganó el navajazo en la cara que le daría sobrenombre: Scarface, “Cara Cortada”. En 1919, con sólo 20 años, se trasladó de Nueva York a Chicago, reclamado por un antiguo compinche de la delincuencia juvenil, Johnny Torrio, que se había convertido en un gran capo, y que le dejó al frente de los negocios en 1925, tras sufrir un grave atentado de Moran.
La Bootleg War entre italianos e irlandeses se cobró unas 200 vidas, y finalmente fue ganada por Capone con el golpe de San Valentín. Nunca hasta ese momento se había mostrado semejante brutalidad, los asesinatos parecían ajustes de cuentas, peleas viriles entre gentes de armas tomar. La Matanza de San Valentín suponía un salto cualitativo, Al Capone demostró una capacidad para el mal antes desconocida.
El poder de Moran se hundió, sus hombres desertaban aterrorizados. El gran jefe irlandés tuvo que abandonar Chicago y se dedicó a asaltar gasolineras, como un atracador de tres al cuarto. Murió en la cárcel en 1957 tras muchos años de prisión.
Victoria
Al Capone había ganado la guerra, pero al alcanzar la cúspide comenzó también su decadencia. La Matanza de San Valentín fue un éxito mediático, los periódicos usaron y abusaron de las fotos de los ametrallados, y la opinión pública se sintió conmocionada. Hasta ese momento Al Capone era para muchos un personaje atractivo, el chico salido del gueto que vivía en una suite del Lexington Hotel de Chicago rodeado de lujo y guardaespaldas. El 14 de febrero de 1929 descubrieron que era un asesino despiadado y metódico, una auténtica amenaza social.
Hasta el presidente Hoover tomó cartas en el asunto y exigió que “se limpiara” Chicago. La justicia y la policía locales eran inoperantes, estaban corrompidas, pero el Estado federal tenía sus propios mecanismos. El Departamento del Tesoro inició sus investigaciones y, dos años después del San Valentín de sangre, Al Capone fue enviado a la cárcel con una condena por evasión de impuestos.
En Alcatraz se le desarrollaría la sífilis contraída en tantas juergas con prostitutas. Parecía un castigo divino por haber profanado el Día de San Valentín, patrón del amor puro; una enfermedad venérea que le volvió loco y le mandó al otro mundo con 48 años.
No fue divina, sino muy humana la venganza que alcanzó a Machine Gun, el sicario de Al Capone que dirigió y ejecutó personalmente el múltiple asesinato. Otro día de San Valentín de 1936, mientras estaba jugando a los bolos, fue acribillado a tiros. Su asesino le dejó en la mano un valentine, como llaman los anglosajones a las tarjetas de felicitación que se envían el 14 de febrero, con un ingenioso poema: “Has perdido tu trabajo./ Has perdido tu pasta,/ tus joyas y tus bonitas casas./ Pero podía haber sido peor, ¿sabes?/ No has perdido tus pantalones”.
En cuanto al escenario de la Matanza de San Valentín, el almacén de la Cartage Company en North Clarck Street, se convirtió de inmediato en uno de los puntos de atracción turística de Chicago, pues cuanto más horrorizada, más morbosamente atraída se siente la gente.
En 1967 derribaron el edificio, pero un avispado empresario canadiense compró los escombros, y en 1972 rehizo el muro contra el que fueron ametralladas las víctimas de San Valentín en un night club temático, Años 20. Por alguna razón, la pared restaurada se hallaba en el servicio de caballeros, pero era tal la expectación que despertaba que tres noches a la semana se permitía que las mujeres entraran en el urinario masculino.
Años después, el club cerró, pero los 417 ladrillos del muro de la muerte, marcados por los impactos, fueron desmontados y puestos a la venta a 1.000 dólares cada uno.
En Chicago existe la leyenda de que esos ladrillos traen la desgracia a sus poseedores. También afirman los amantes de lo esotérico que cuando se pasa de noche por el solar donde estuvo el almacén, que ahora es el jardín de una clínica, se oyen gritos y detonaciones, y que los perros de los paseantes aúllan y se muestran aterrorizados.
Fuente:Luis Reyes.