Cuando en 1951 se instalaron en España los primeros pinballs hubo que adaptar el artefacto a nuestra imprevisible idiosincrasia, pues aquí todo resultaba mucho más rápido y contundente que en Estados Unidos. Allí, donde venían funcionando desde 1920, una partida duraba en torno a los tres minutos; aquí, no llegaba al minuto y cuarto.
La razón, un precedente autóctono: el futbolín. Éste había desarrollado un tipo de jugador muy fogueado en arrear coces y tumbos a las mesas, dispuesto a pelear cada bola como si en ello le fuera la vida. Quien no ha pasado horas jugando interminables partidas al futbolin, especialmente en la epoca del instituto, jeje.
No era para menos: había sido inventado en plena Guerra Civil por Alejandro Finisterre, el futuro editor del poeta León Felipe. Lo puso a punto en un sanatorio que acogía a niños mutilados, con el propósito de ayudar a su rehabilitación: ya que no podían jugar al fútbol de verdad, al menos practicarían esta variante de mesa.
En circunstancias normales, con un invento así se habría hecho de oro. Pero no durante la durísima posguerra franquista. No tuvo oportunidad de reclamar su patente. Se trataba de un rojo, de un vencido. Ya en el exilio, Finisterre pudo haber hecho un gran negocio en EE UU; pero se negó cuando supo que, para ello, tenía que llegar a acuerdos con la Mafia.
la extraordinaria vida del inventor del futbolín
¡Ah! el futbolín. Cuántas tardes enteras me habré pasado enfrascado con este juego. De pequeño en mi garaje tenía uno mítico, que no sé de dónde sacaría mi padre, de esos auténticos de madera y metal pero más pequeño que los que hay habitualmente en los bares. Los equipos estaban pintados con los colores del Barça y del Sabadell, y antes de que me compraran el ordenador Amstrad el futbolín era una de los mayores incentivos para que mis amigos vinieran a mi casa.
Sabía, gracias a algunos amigos gallegos que solían recordármelo con orgullo, que el futbolín lo inventó un gallego. Lo que descubrí hace poco es exactamente quién inventó el futbolín y su vida digna de una película. Se trata de Alejandro Campos Ramírez, más conocido, como buen emigrante, por su tierra de origen: Alejandro Finisterre.
Alejandro nació en 1920 hijo de un zapatero en quiebra, que tuvo que llevarse a su familia a Madrid buscando mejor fortuna. En su etapa escolar conoció al escritor León Felipe, del que fue su albacea y se convertiría en uno de sus más fieles amigos. También empezó perfilar su inclinación ideológica izquierdista y solía frecuentar círculos republicanistas y anarquistas. El punto culminante en cuanto a la invención del futbolín se refiere sin embargo, sucedió a los 16 años. A Newton le cayó una manzana en la cabeza, pero lo que cayó sobre Alejandro fue una bomba de las muchas que cayeron sobre Madrid durante la Guerra Civil. La bomba hizo que el joven quedara atrapado entre cascotes con heridas graves, por lo que fue trasladado primero a Valencia y después al hospital de la Colonia Puig de Montserrat, donde lo hospitalizaron junto a otros heridos y mutilados de guerra.
Las consecuencias de las heridas le impidieron practicar el que era su deporte favorito: el fútbol. Así que, estando convaleciente, se le ocurrió fusionar el deporte rey con su otro deporte favorito, el tenis de mesa. Así, se le ocurrió la idea de un fútbol de mesa. Se puso manos a la obra en las navidades de 1936, cuando pocos niños podían acceder a la compra de juguetes debido a que toda la industria se estaba concentrando en el esfuerzo bélico. Con la ayuda del carpintero vasco Francisco Javier Altuna completó su invento, y el líder anarquista Joan Busquets le animó a patentarlo. Así lo hizo, y patentó el futbolín y un pasador de hojas de partituras accionado con el pie, que ideó porque estaba enamorado de Núria, una bella pianista.
A medida que la guerra avanzaba, Alejandro tuvo que huir a Francia cruzando a pie los Pirineos, provisto únicamente de dos obras de teatro, una lata de sardinas y la patente del futbolín, que quedó hecha “argamasa” a tenor de los diez días de caminata bajo una intensa lluvia. Ya en París, en 1948, se enteró de que un antiguo compañero de hospital, Magí Muntaner del POUM, había patentado el futbolín y aseguró que le había escrito una carta explicándoselo pero que Alejandro nunca llegó a recibir. Finisterre entonces se dirigió a la empresa francesa Marée que estaba fabricando el juguete y reclamó su derecho de patente. Con el dinero que le dieron y el que se sacó con su pasahojas consiguió reunir suficiente para emigrar a Ecuador.
En el país sudamericano fundó la revista Ecuador 0º,0’,0”. Durante la presentación de esta revista conoció al embajador de Guatemala, que lo animó para exportar su invento y fabricarlo en el país centroamericano. Así emigró, una vez más, hacia Guatemala en 1952, donde sus futbolines estaban hechos por manos indígenas con madera de caoba y barras telescópicas. Allí frecuentaba el Centro Republicano Español, donde tuvo la oportunidad de conocer y de jugar partidas de futbolín con nada menos que el Che Guevara. Durante la democracia en este país, a Alejandro le iban bien las cosas con su futbolín y el negocio florecía.
Sin embargo, el golpe de estado del coronel Carlos Castillo Armas le cambió el panorama de nuevo. Detenido por sus ideas izquierdistas, fue enviado en un avión a Panamá conducido por agentes franquistas que pensaban llevarlo luego a Madrid. Pero durante el trayecto Alejandro amenazó al piloto con hacer estallar una bomba – simulada con jabón envuelto en papel de plata – si no ponía rumbo a México en vez de a España, donde le esperaba la represión franquista. El piloto accedió y lo llevo a México.
Allí, además de comprobar la popularidad de su invento, entró en contacto con muchos exiliados españoles y entre ellos su viejo amigo León Felipe, del que volvió a ser su albacea y editor. También retomó su trabajo como editor, publicando y difundiendo obras de autores exiliados políticos. Muchos nunca pudieron volver a España. Alejandro Finisterre volvió durante los años de transición para dirigirse en Aranda del Duero y desarrollar su carrera como escritor y editor. Para entonces, el futbolín, comercializado en España por una empresa valenciana, estaba totalmente extendido, tal y como sigue estándolo hoy en día. Pero pocos saben que cuando empuñan los mangos del futbolín juegan, tal y como explicaba Finisterre, con un “hijo de aquel conflicto, y cuyos jugadores, fundidos en un metal que había segado la vida de mas de un Español, algo tenían de soldaditos de plomo que pateaban aquellas bolas compactas como balas de cañón”.
fuentehttp://www.notasdefutbol.com/cultural/alejandro-finisterre-la-extraordinaria-vida-del-inventor-del-futbolin